Sunday, April 18, 2010
El rock es cosa de chicas
"En 1975 el rock era un mundo de hombres...", la voz grave, filosa como una cimitarra turca, explota y un enjambre de adolescentes se arremolina sobre una limusina blanca. Van vestidas con pantalones pata de elefante, minifaldas y zuecos con plataforma; gritan, corren, agitan sobre sus cabezas tapas de discos, cuadradas, enormes, en las que anhelan llevarse el autógrafo de sus ídolos. La imagen, que bien podría ser una de las tantas corridas alocadas de los Beatles en "Help!", abre la cola de "The Runaways", la película que rescata del olvido a la primera banda de la historia del rock formada por chicas.
Fue allá lejos y hace tiempo, en la Los Angeles de los demonios, de las noches blancas y los riffs endemoniados, de las hamburguesas de queso en Carneys y los baños del Whisky a Go Go con "Black Dog" atronando los cimientos, detrás de las puertas cerradas a patadas, a los apurones, por las botas más altas, más negras, más gastadas del mundo. El Sunset Boulevard, que se encendía en llamas, como los pasillos del Hotel Earle, tras los pasos perdidos del gordo John Goodman que, escopeta en mano, persigue a la carrera al pobre de John Turturro, que es Barton Fink pero también todos y cada uno de nosotros cuando, sin saber dónde ir, escapamos como podemos del infierno de los días.
Los 70, qué se puede decir de los 70 que no sepamos. ¿Que fue una década infame, en la que la música disco y la cocaína borraron del mapa a los hippies con la furia incendiaria de una bomba de napalm? ¿Que el rock macho de los Led Zeppelin y los Deep Purple tuvo que pedir permiso a los arpegios amanerados de Yes y a los delirios del mariscal de EL&P? ¿Que la moda pop, los lunares, los lentes de sol de carey redondos, los rodetes, las pestañas postizas, que bullían en Carnaby St., que surfeaban las olas bravas de Santa Mónica, que escalaban hasta lo más alto de las colinas de Hollywood, que palpitaban como caballos salvajes con las cuerdas de "A Day in the Life" fueron aplastados por los mocasines de Modulor, las medias Penguin y los llaveros cuentaganado?
Lo más cercano a los 70 que se vio por estas tierras, arrastrado por la resaca del uno a uno, fue Rick Wakeman, que paró en el Riviera y tenía el pelo rubio, tan rubio como en la tapa de "Journey to the Center of the Earth", pero corto, como un punkito de Luna en los 80, cuando apurar un gin-tonic sentado en las gradas de Luna era lo más cool del mundo, cuando "Ciudad de pobres corazones", era la banda de sonido de las madrugadas volando en moto por el paseo de la costa, de los ascensores amarillos de la Torre Gricom.
Las chicas, las que se animaban a subir las escaleras del averno, que cruzaban la ciudad perfectas, hermosas, veloces, luminosas, no pensaban, no creían, ni siquiera imaginaban que podían ser estrellas de rock’n roll. Los chicos, sí, pero esa es otra historia, una historia de horas y horas y horas sentados frente al Winco escuchando los temas que nos había recomendado, como quien no quiere la cosa, el pibe de Utopía, que se creía Rob Gordon, el chico listo de "Alta fidelidad", aunque nunca había visto la película, aunque la película todavía no se había estrenado ni realizado ni siquiera imaginado, porque Nick Hornby ni había escrito la novela. Horas y horas y horas memorizando las letras en inglés, tratando de descifrarlas, ensayando acordes imposibles con la criolla que el tío Oscar dejó arriba del ropero de mis viejos cuando abandonó el sueño de ser artista y se fue a bailar a Tunelmanía, a Silent, a Alcalá. Horas y horas y horas haciendo todo eso y mucho más cuando, en realidad, lo que tendríamos que haber estado haciendo era estudiar para la prueba de biología del Gordo Romero.
Las chicas vivían en otro planeta, no tenían idea quién era Ian Anderson, ni Steve Hackett y mucho menos Ozzy Osbourne, con suerte alguna, la que no se pasaba la tarde ensayando los pasos de "Alta tensión" frente al espejo ni tenía en la pared un póster de Raúl Padovani, escuchaba "A Hard Day’s Night" pero ni se le cruzaba por la cabeza ser una Beatle.
En LA era distinto, las chicas querían divertirse. En el Sunset Boulevard, ahí a donde llegaban tarde, muy tarde, cuando las luces de neón era flashes de colores que no se quedaban en su lugar por más que se les rogara de rodillas, Jim Morrison, Robert Plant, Alice Cooper, con la cara pintarrajeada como un auto robado, Van Halen y los Ramones que, cuando se cansaban de romperle los tímpanos a los vecinos del CBGB en Nueva York, se tomaban un avión a la costa Oeste y salían a pasear sus jeans descoloridos, sus borceguíes militares, sus camperas de cuero cortas y ajustadas, sus pelos largos, despeinados, intoxicados de Colleston Black Night, por el barrio de las estrellas.
Las chicas eran groupies, como Peperina, sí, la de la canción de Charly, no la que lloraba en silencio con la cara de mosquita muerta que pone Andrea del Boca desde los buenos viejos tiempos en que hacía de huerfanita pobre en "Papá corazón". Las chicas querían más, más que un pase "Total Access" a los conciertos, una noche de sexo, drogas y rock’n roll en los brazos del chico que, desde que dejaron olvidadas las Barbies en un rincón de la cochera, las miraba sediento de sangre desde la tapa de ese disco que ya no se puede escuchar de tanto ruido a huevo frito.
Esas chicas eran las Runaways, un invento de un productor, un salvaje al que le gustaba más el dinero que la música, que el arte, que la carretera, los aplausos, los bises. Eran cinco, pero en la película, la que se estrenó en Sundance, el festival de cine más cool del mundo, sólo importan dos: la cantante, Cherie Currie, que ni bien pudo salió corriendo de la aplanadora del rock y de las drogas que, en esos años en los que tendría que haber estado pensando en qué vestido se iba a poner para la fiesta de graduación, tomaba en cantidades industriales, y Joan Jett, la voz, la cara, el cuerpo de "I Love Rock’n Roll", ese himno de los 80 que los chicos de hoy siguen escuchando, bailando, cantando a los gritos y que, cuando ven el clip en Youtube, se preguntan quién es la chica de la canción, si no es Madonna, ni Britney, ni Shakira. En la película, Joan Jett es Kirsten Stewart, sí, la chica triste que enamora al vampiro adolescente de "Crepúsculo", la chica triste que enamora al adolescente fumón de "Adventureland", la chica triste que enamora al bandido del tiempo en "Jumper". ¿Hay algo más que Kirsten Stewart pueda hacer que la chica triste? Sí, rockanrolear salvajemente, como la bomba sexy que fue, es y será Joan Jett y ella misma en "The Runaways" pero, sobre todo, ser la chica triste que enamora a la cantante de rock, rubia, despiadadamente atractiva, que se carga al hombro ser la front-girl de la primera banda de rock de chicas del mundo. En la película es Dakota Fanning, sí, no se equivoca, la rubiecita linda y tierna que corre al lado de su padre, Tom Cruise, escapando de los rayos mortales de los marcianos en "La guerra de los mundos". Ya no es una nena, tampoco Andrea del Boca, pero ella creció con más dignidad, su Cherie Currie es real, de carne y hueso, y cuando canta "Cherry Bomb" es una explosión de adrenalina. Como la original. Como la que le pide a gritos a las chicas, las de LA, las de Luna, que hagan lo que tengan ganas porque no tienen nada que perder. Porque las noches malas de la adolescencia son tristes. Más en un mundo de hombres.
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